Durante décadas, Uruguay alimentó el mito de ser un país antirracista e igualitario. La escuela pública permitía sentarse en los mismos bancos a niños blancos y negros; en los barrios siempre había un vecino de raza negra que compartía la dinámica de una sociedad que ya no es la misma.
La convivencia educativa interracial se detuvo prácticamente en la enseñanza primaria. Cada vez son menos los menores negros que llegan a la secundaria y su matrícula es inexpresiva en la universidad, al tiempo que resultan escasos los afrodescendientes que culminan su ciclo terciario.
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